LA GUERRA
A
la hora de la guerra
esgrimo
mis poemas como espadas
Famélicas,
agrestes, aguzadas
Pueden
parecer armas indulgentes
pero
acatan su destino de estocada
dejando
un saldo de desvelo y de penumbra
Después
las envaino, complaciente,
y
retornan a su cauce de palabras.
LOS PUERTOS
En el
anverso y el reverso de las manos
yacen
caricias que fondean los dedos como puertos
Y la
leve corona de las uñas
es
solidaria de llanuras y cristales azogados
¿Con qué
cincel talló alguien
el
destino surcado en nuestras palmas?
¿Qué
desatinos pasados, que crímenes
debemos
purgar con estas cicatrices?
De
nada sirve interrogar a las manos
o
escrutarlas como a una postal de otras comarcas
Debemos
resignarnos al misterio
trazado
por los dígitos del Primer Orador
ACUARIAS
En
el agua me sabía volando
Por
eso, cuando quería remontar vuelo
sólo
extendía mis alas
y
me dejaba llevar por la corriente.
FOTOS
De
tarde en tarde me siento a repasar
el
tiempo escarchado en las fotos
Veo
por ejemplo a la mujer vestida de leopardo
con la
piel aceitunada y el pelo demorado en un rodete
La
estrella que la condujo a estas comarcas no era irreparable
una
estrella que ella decía era una luna
Ella
solía confundir los astros y dar en pensar que los planetas
pronosticaban
un festín de jabalíes, con estancias y mesas adornadas
con
arañas de caireles o candelabros de brazos plurales
como
los que usan los semitas
Ella
decía que era tuerta, que podía ver sólo por un ojo
Sin
embargo, el día que me abrazó descubrió que yo tenía ojos celestes
y
todavía llegó a ver que detrás de nosotros se acercaban los soldados
Le
gustaba el fuego porque de allí venía la comida
y también
el calor para la charla y la caricia
Tomaba
abluciones con miel y agua de frutas
que le
dejaban la piel brillante como el cobre
Andaba
descalza por la tierra
arrastrando
su cola de leopardo
Caminando
sigilosa como deben caminar los muertos si caminaran
Le
gustaban tanto los pájaros y las garzas
y por eso se fugaba a las ciénagas del suburbio
para escucharlos
Tenía
los brazos, las muñecas llenos de cuentas, esclavas y cascabeles
que
hacían rimar cada uno de sus pasos
Hablaba
la lengua de su tierra con soltura
pero a
las imprudencias las pronunciaba en castellano
Sabía
los secretos de la magia y el embrujo
que
había aprendido en los templos de su tierra
Me
contó del día en que un sacerdote irguió su bastón con el brazo izquierdo
y una
rata que había en una jaula de madera
se
convirtió en nenúfar y fue aclamado con euforia por la plebe
Me
contó también de la religión que profesaban
de los
ritos celebrados con las escamas arrancadas a los peces
de los
dioses tornadizos, arbitrarios como animales
Me
acuerdo del día que me abrazó
y
enroscó su lengua con la mía
Y puedo
asegurar que tenía lengua africana
por
cómo arremetía mi boca y la trepaba
Pero
su mejor secreto era el arte que guardaba debajo de su túnica
Cuando
hacía el amor hablaba en el idioma de sus padres
Pero
no me importaba no entender porque a esa hora no importaban las palabras
Ahora
la veo en la foto tan esfinge
y recuerdo cuando todo el Nilo descendía por
sus labios
y toda
el África dejaba de ser sólo una palabra.
Adrián Ferrero (La Plata, 9 de
noviembre de 1970). Escritor, crítico y Doctor en Letras por la Universidad
Nacional de La Plata, Argentina. Publicó libros de narrativa breve, poesía e
investigación. Foto: JMP