EL TRONAR DE LAS CAMPANAS
El Loco no
se parece a un loco, es lo más semejante a un ser normal, de esos que se
levantan temprano a la mañana, ceban unos mates a la patrona, y luego de
besarlas en la mejilla, salen al trabajo sin otra preocupación que la de
cumplir con la familia. En verdad, el Loco, a simple vista, distaba lejos de
serlo, y nunca rompía las pelotas; vaya a saber el por qué del apodo. Más allá
de esto, el Loco estaba soberbiamente loco, nadie lo percibía, pero nadie.
Aclaro, no
tengo enemistad personal hacia este tipo, aunque la verdad nunca tragué su
omnipotencia. No, no vayan a pensar en envidia o celos, no, nada de eso,
digamos que había en él algo molesto, como afeminado, como poco hombre. Llegaba
al Campanario a la misma hora, una molestia inmensa esa espera. Acomodaba en el
taburete su humanidad, apoyaba el brazo izquierdo en la barra y pedía lo de
siempre.
Lo de
siempre, decía.
Le gustaban
demasiado las historietas, de ahí el modismo de galán dibujado. Las chicas,
ansiosas, sentían una atracción no disimulada. Él, después del segundo vaso,
las miraba, una por una las miraba, hasta que sus ojos de fuego se detenían en
alguna de ellas, siempre distintas, bellas, jóvenes. La señorita caminaba como
por una pasarela y se acurrucaba a su lado. Tomaban otra copa, reían, y,
echando chispas, sus sombras desaparecían en uno de los agujeros del fondo.
Un día el
Loco dejó de aparecer. Las malas lenguas de barrio Güemes contaron que un
vecino lo ubicó, ya tirado, en una zanja, a pocas cuadras del Campanario, con
los huevos en la boca.
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